Comida

Comí cerebro de camarón en Tijuana y me encanto

Probé esta reliquia sacada de 200 metros bajo el mar y creo que ahora amo más la comida nikkei

Dicen los que saben que un lugar puede ser definido por su gastronomía y siendo Tijuana la frontera más transitada del mundo, no resulta difícil imaginar que su cocina sea igual de plural y alucinante.

Hace unas semanas estuve allá y quise sorprenderme. Le pedí recomendaciones a unos amigos que se la pasan cazando buenos lugares para comer y no volver a caer en los lugares comunes en los que caigo siempre que voy: los tacos El Gordo, los burros Percherón, los mariscos El Mazateño, las tortas del Wash Mobile.

Ellos me dijeron que recientemente habían ido a un restaurante nikkei-mexicano en el que hasta habían probado cerebro de camarón y donde se habían llevado varias sorpresas.

Así fue como llegué a Toshi Toshi. Y así fue como, de la mano del mismísimo señor Toshi San —mi sensei sushero del viaje—, me comí una de las cosas más raras que he probado en la vida.

Ya en el lugar, pregunté por la exótica promesa que me hicieron mis amigos. De inmediato, los meseros me explicaron que el ingrediente es tan extraño, que no se trata de un platillo completo por separado, sino que es la joya de la corona de un menú de quince tiempos, que se elaboran en el momento y que se comen sin cubiertos de la misma forma.

Yo no lo sabía, pero el señor Toshi es un ícono de la cocina estilo edomae en Baja California; ésta precisa de pescas frescas, preparaciones sobre nigiris diminutos y un experto cortador y ensamblador de los ingredientes. El señor Toshi dejó Osaka, Japón, en 1988, trabajó cerca de diez años en el restaurante estrella de esta especialidad en San Diego, California, y luego se cruzó a México, se enamoró del país y de una mujer y se quedó por siempre.

El señor Toshi esperó hasta que me sentara frente a él para hacer una reverencia, saludarme y empezar a hacer magia. En un español medio entrecortado, pero bastante mexicanizado, me advirtió con sutilidad que estaba prohibido rendirse por el número de tiempos, antes de llegar al de cerebro de camarón. Yo me puse en sus manos. Ni chisté. Yo pensé: “sí, señor Toshi, lo que usted diga”, y me preparé para comer.

El hombre empezó a trabajar con la diligencia característica de los orientales: en silencio, sin pausas, con la vista fija en el rectángulo de arroz blanco sobre el que colocaba religiosamente un poco de wasabi y cortes delicados de pescados de Baja California, lajas de mariscos y conchas del día, hojas de algas, rayadura de sal de piedra y gotas de soya, aceites extraños y hasta emulsiones.

Inicialmente pensé que todos los tiempos antes del que yo esperaba con ansias iban a ser mero trámite. Nada más equivocado. Uno tras otro fueron haciéndose más interesantes, gracias a la habilidad y las historias que me iba contando mi anfitrión.

Cuando por fin llegó lo que a mi alma le faltaba para estar en paz. El señor Toshi anunció que era el turno del cerebro de camarón, le pregunté todo sobre él. Y me contó que la idea básica de su existencia dentro del repertorio de una barra nikkei está relacionada con una concepción de su cultura.

“Allá no desperdiciamos nada. Si nos comemos un animal, nos lo comemos completo. La cabeza de los camarones generalmente no le provoca nada a nadie, a menos que sean ganas de tirarlas a la basura. Pero en el caso específico de este camarón, que es de profundidad, nos llevamos una gran sorpresa: es delicioso”, me dijo él.

El chef me contó que ese tipo de camarón se llama amaebi y que se trata de una especie escurridiza que vive a 200 metros bajo el nivel del mar. Para capturarlo los buzos han de dar unas 150 brazadas agua abajo y hacer varias maniobras con sus redes.

Le di las gracias, pero la verdad es que quería llorar. Larga vida a mi sensei chingón del sushi, a Tijuana, a los mariscos de la Baja. Arigatō, Toshi.

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