¿Es posible detener la desesperanza?

Una enorme acumulación de rencores ancestrales y una pobreza en el futuro son una desafortunada combinación de circunstancias. Agreguemos impunidad, racismo, discriminación, contrabando de armas, drogas, personas y problemas de todo tipo. Entonces estaremos en la antesala de la guerra.

Finalmente, la vida es una serie de elecciones. Cuando se elige entre la muerte o una vida amenazada, se tiene el marco de la desesperanza. De aquí, sólo basta que un puñado de hombres y mujeres empujados al límite salten al abismo. En nuestro país, ya comenzó una guerra.

Los que se aman siempre se declaran su amor. Las guerras no siempre se declaran. Pero vaya que sí se reconocen. Su caudal de muertos, su inconfundible olor, la presencia de armas y ejércitos, una tensión en el aire, la sorpresa canalla que aguarda a la vuelta del camino, las miradas recelosas que se cruzan, la contabilidad aciaga de los agravios y, sobre todo, la desazón en el calendario y en el alimento.

¿Qué pasará mañana?

Cuando en 1994 la guerra llamó a nuestra puerta, salimos a la calle a contener la confrontación militar. Marchamos, exigimos y ganamos. Frenamos una guerra.
Entonces nos trajeron una guerra de contrabando, silenciosa y canalla, que ha cobrado más vidas de las que se publican, que ha desarraigado a miles y que se pasea por caminos de injusticia y de complicidad.

En varias regiones de Chiapas, de Michoacán, Oaxaca, Veracruz, Tamaulipas, Coahuila, Sinaloa, Chihuahua, Sonora, Nayarit, en la Sierra Norte y Negra de Puebla, hay una guerra que no se reconoce, pero existe. Y lo más lamentable: en una guerra no declarada.

¿Cómo se puede convocar a tregua?

Los partidarios de uno y otro bando cuentan sus muertos en voz alta, señalan culpables y preparan venganzas.

¿Quién tiene la razón?

A estas alturas, tal vez ninguno o tal vez todos ellos. Si los cadáveres y odios dan la razón, todos han aportado su siniestra cuota. Todos tienen, por lo menos, un muerto de razón. Si los que buscan resolver problemas están cuerdos, entonces todos estamos locos. La guerra, como la gripe y la miseria humana, es contagiosa.

¿Quién sabe cuándo empieza el primer disparo, el primer muerto?,
¿Quién escribe la primera crónica?,
¿Quién toma la primera fotografía y la pública?,
¿Qué funcionario da la primera explicación?

Tal vez nadie lo sabe ni lo sabrá, pero muchos aportarán su explicación inútil. Lo importante es, ¿quién la va a detener?, ¿quién va a tender los puentes?, ¿qué bando se negará primero a la venganza? En toda guerra hay responsabilidades y estas se reparten más allá de las palabras.

Los menos culpables son los que más sufren. Esto es un lugar común que, sin embargo es cierto. Los que tienen las manos llenas de sangre aguardan, tranquilos, el resultado de su perversidad. A estas alturas todavía los diarios nos traen la historia anticuada de las minimizaciones. Es grave si el conflicto existe en varios Estados o regiones.

También es grave aunque exista sólo en algunos municipios, en algunos ejidos, en algunas comunidades. Es grave si le ocurre a un solo hombre y no se hace nada. Ahí donde eso pasa, la impunidad se enseñorea. La corrupción sonríe y dice: “aquí no pasa nada”. Pero la guerra crece, aunque no se declare.

¿Cuándo se puede hablar de una guerra?
¿Cuándo hay ejércitos enfrentándose?,
¿Cuándo se declara? O
¿También se puede hablar de guerra cuando hay muertos de todos los bandos y a nadie se castiga?,
¿Cuándo hay hambre y miseria que parecen interminables?,
¿Cuándo hay cadáveres mutilados?,
¿Cuándo hay niños muertos a balazos? O
¿Cuándo una saña inaudita da paso a cualquier otro sentimiento?

Finalmente, no importa saber si la guerra en Chiapas, en Michoacán, en Guerrero, en Sinaloa o en otra región del País, está o no declarada, lo que importa es detener la desesperanza de cientos de miles de indígenas cuya paciencia está llegando al límite.No vale que la indiferencia de hoy se transforme en sorpresa el día de mañana, cuando nos encontremos con un país desconocido entre las manos.

Autor: Jaime Martínez Veloz

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