San Diego

Bendito apagón

El apagón nos obligó a ver la vida sin pantallas

Cuando era niño en Tijuana, los apagones eran el menor de los disturbios urbanos que ocurrían en mi querida metrópolis fronteriza.

Más miedo le tenía a las avalanchas de rocas que descendían por las calles cuando llovía excesivamente, que en ocasiones terminaban convirtiendo a los autos en lanchas. Un mayor inconveniente era cuando se iba el agua, ya que solía suceder cuando me daba un baño y justo después de aplicar champú en el cabello.

¿Pero un apagón? Esos eran hasta divertidos.

Sacábamos velitas, contábamos historias de miedo y caminábamos por todos lados con linterna en mano, como si estuviéramos acampando.

Quizás por eso no me preocupé cuando se fue la luz el otro día en un apagón histórico de varias horas que dejó a 1.6 millones de personas sin electricidad en el Condado de San Diego, generando congestionamientos, rescates en elevadores y vuelos retrasados.

Lo primero que hice durante el apagón fue sentarme en la oficina a comer un durazno delicioso mientras escuchaba a mis colegas del trabajo especular sobre las razones del apagón. Otros ferozmente actualizaban su Facebook en teléfonos móviles o monitoreaban Twitter obsesivamente.

Ya con mis años de reportero en el pasado, disfruté no tener que preocuparme de pasar aquella calurosa tarde llamando a autoridades malhumoradas y escribiendo notas contra reloj.

El único pensamiento que ocupaba mi mente era llegar a casa y que mis cervezas aún estuvieran frías.

Lo mejor de todo es que mi teléfono celular ya estaba bajo en baterías y sabía que pronto no tendría ni una sola pantalla que ver, ni computadoras, ni televisiones, ni cualquier otro aparato electrónico a los que tanto estamos acostumbrados. Y aparentemente no era el único que ya se estaba haciendo la idea de pasar una tarde desconectado.

La abrupta interrupción a nuestro adictivo estilo de vida digital nos hizo a muchos darnos cuenta de que mientras nuestros aparatos nos acercan a la gente que está lejos, también suelen alejarnos de la gente que está cerca.

En mi vecindad la gente salió a socializar sin tener a Facebook como intermediario. Niños que bajo situaciones normales estarían frente a un televisor perfeccionando sus habilidades de jugar videojuegos se paseaban en bicicleta, reencontrándose con el aire fresco de un atardecer apagado.

Algunos amigos me contarían después que pasaron el día en el parque, bajo un árbol, platicando con la viejita que se sienta en el mismo banco siempre, caminando entre la vegetación o jugando futbol con extraños.

Escuché historias de vecinos que tenían años viviendo juntos y que más allá de un saludo, jamás habían intercambiado palabras hasta que fueron unidos por el apagón.

En casa saqué mi guitarra acústica y me eché un desconectado con mis hijas. Sacamos limones del refrigerador oscuro e hicimos una limonada sin hielo y con agua de la llave que sabía mejor que la que venden en la feria.

Entre tanto, la televisión permanecía oscura y silenciosa en un rincón de la casa, como si estuviera castigada. Tuve suerte que tenía linternas a la mano, porque de otra forma hubiera prendido las velas del bautizo de mis hijas, que estaban diseñadas para mostrarnos el camino de la luz.

En la noche contamos historias de fantasmas, aunque temo que asusté de más a mis dos niñas pequeñas, quienes seguramente se durmieron pensando que tarde o temprano La Llorona entraría por la ventana de su cuarto.

Las calles estaban vacías y la vecindad estaba callada. Coloqué mi cabeza sobre la almohada y me dormí entre el silencio y la oscuridad. Alrededor de la una de la mañana las luces se prendieron de la misma forma abrupta en la que se habían apagado unas 10 horas antes.

San Diego tenía nuevamente luz.

Un grupo de sandieguinos idealistas creó una página de Facebook para proponer "apagones" mensuales en San Diego, para así repetir aquella experiencia que nos hizo sentirnos humanos otra vez.

Extrañé aquella vida sencilla y desconectada que teníamos en otros años, cuando no existían teléfonos móviles más poderosos que las computadoras, cuando solamente teníamos 13 canales de televisión y cuando los apagones eran el menor de los disturbios urbanos.

No importaría si se fuera la luz otra vez.

Hiram Soto es columnista de Enlace, el semanario en español de San Diego Union Tribune. editorial@mienlace.com

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