La presidenta Claudia Sheinbaum ha querido proyectar a México como mediador internacional en el conflicto entre Estados Unidos y Venezuela. En foros y entrevistas presume la tradición diplomática mexicana de apostar por la paz y la solución pacífica de controversias. Sin embargo, esa narrativa choca de frente con la realidad nacional: en su propio país, donde la ley la obliga a promover el diálogo y la reconciliación con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), ha incumplido sistemáticamente.
La Ley para el Diálogo, la Negociación y la Paz en Chiapas, vigente desde hace décadas, mandata la conformación de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA). Ni el Congreso de la Unión ni el Ejecutivo federal han cumplido con esa obligación. El resultado es que el conflicto armado declarado por el EZLN contra el Estado mexicano permanece abierto, sin mecanismos institucionales de mediación. La presidenta que hoy ofrece tender puentes en Sudamérica no ha movido un dedo para cumplir con la ley que la obliga a tenderlos en Chiapas.

Los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, firmados en 1996, fueron el primer paso hacia una paz duradera. Reconocían derechos y cultura indígena, pero también establecían una agenda más amplia: democracia y justicia, bienestar y desarrollo, derechos de la mujer, reconciliación en Chiapas y la firma de un protocolo final de paz. Todos esos temas siguen pendientes. La omisión no es menor: significa que el Estado mexicano ha incumplido compromisos históricos con los pueblos indígenas y con la sociedad civil que acompañó el proceso.
Hoy, mientras se promueve una reforma electoral desde el centro del país, se ignora que la democratización era precisamente uno de los puntos pactados en la mesa de diálogo de Chiapas. La incongruencia es evidente: se habla de modernizar las reglas del juego político nacional, pero se deja fuera la deuda con quienes exigieron democracia desde las montañas del sureste. Se legisla de espaldas a los acuerdos de paz, como si la historia pudiera borrarse por decreto.

La situación en Chiapas es un espejo incómodo. Es uno de los estados con mayor pobreza, marginación y violencia. Los índices de mortalidad materna e infantil siguen siendo de los más altos del país. La falta de reconciliación mantiene fracturas sociales y políticas que se traducen en desigualdad y desconfianza hacia las instituciones. Mientras tanto, el gobierno federal prefiere hablar de mediación internacional, como si la paz en casa no fuera prioridad.
La autoridad moral de la presidenta para ofrecer mediación en conflictos externos se ve debilitada por esta incongruencia. ¿Cómo puede México presentarse como garante de paz en el extranjero cuando incumple sus propios acuerdos internos? ¿Cómo puede Sheinbaum hablar de diálogo si ignora la ley que la obliga a dialogar con el EZLN? La respuesta es clara: no hay autoridad moral sin congruencia, y no hay congruencia cuando se es candil de la calle y oscuridad en la casa.
El país necesita recordar que la paz en Chiapas no es un asunto local, sino nacional. Los acuerdos de San Andrés fueron un pacto de Estado, no una concesión regional. Su incumplimiento erosiona la credibilidad de México en materia de derechos humanos y democracia. Si la presidenta quiere hablar de mediación, debe empezar por cumplir con la mediación que le corresponde en su propio territorio. De lo contrario, su discurso internacional será percibido como retórica vacía.

La historia nos enseña que los conflictos no se resuelven con omisiones ni con discursos en foros internacionales. Se resuelven con voluntad política, con cumplimiento de la ley y con respeto a los acuerdos firmados. México no puede ser mediador creíble en el mundo mientras sea incapaz de reconciliarse consigo mismo. La paz en Chiapas es la prueba de fuego de cualquier gobierno que aspire a hablar de paz más allá de sus fronteras.
Y aquí es donde el estilo del Subcomandante Marcos se asoma: porque la incongruencia no se denuncia con tecnicismos, sino con palabras que duelen. El gobierno federal quiere ser mediador en Venezuela, pero en Chiapas ni siquiera ha querido escuchar. Habla de democracia, pero olvida que la democracia también se construye en las comunidades indígenas que siguen esperando justicia. Habla de paz, pero ignora que la guerra declarada por el EZLN sigue vigente en los papeles y en la memoria.

Porque la paz no se decreta desde los palacios, se construye en las comunidades. No se firma en los salones diplomáticos, se teje en las montañas con la palabra y la memoria. El gobierno presume luces en Venezuela, pero en Chiapas deja sombras. Y esas sombras son madres que mueren al parir, niños que no llegan a la escuela, comunidades que siguen esperando justicia.
Candil de la calle, oscuridad en Chiapas. Esa es la incongruencia que desnuda el poder. Frente a ella, la palabra debe ser clara, combativa y sin concesiones: no hay paz afuera si no hay paz adentro. No hay mediación internacional sin reconciliación nacional. No hay autoridad moral sin cumplir primero con Chiapas. Y mientras el gobierno siga negando esa verdad, será recordado no por las luces que presume en el extranjero, sino por las sombras que dejó en su propia casa.
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