Por Jaime Martinez Veloz
—Felipe, ¿te acuerdas cuando te dije que tu historia no cabía en un currículum?
Me miraste con esa mezcla de ironía y ternura que te caracterizaba, y me soltaste:
—¿Y tú crees que yo cabía en alguna oficina?
No, viejo. Nunca cupiste. Porque hay vidas que no se narran como biografías, sino como epopeyas. Tú fuiste grieta en el muro del poder, incendio en la sala de espera del sistema, y arquitecto de utopías con planos hechos de convicción. No pediste permiso para existir, ni para transformar. Y por eso, tu historia no se cuenta: se convoca.
Esta semblanza no es un retrato. Es una marcha. Una crónica de dignidad, terquedad y ternura. Porque tú no fuiste un político. Fuiste una función pública encarnada. Un saboteador de la mediocridad. Un urbanista de la conciencia.
El constructor sin permiso
—¿Cómo le hiciste, Felipe, para que a los 26 años ya dirigieras el Fomento Económico del Estado?
—Porque nadie más quería meterse con los patrones. Y yo sí.
De 12 maquiladoras pasaste a 124. Fundaste 27 cooperativas. Todo sin pedir permiso. Luego, en Hacienda, descubriste que había 4,400 aviadores cobrando sin trabajar. Compraste una máquina que reproducía tu firma y los cesaste en tres días. Incluido tu hermano.
—La sangre pesa, “Rápido”. Pero la dignidad pesa más.
Cuando el Secretario Moctezuma te preguntó si estabas loco o eras un patriota, le contestaste con precisión quirúrgica:
—Fueron 4,400 plumazos, señor.
Y cuando el Oficial Mayor te increpó por no haber pedido autorización, le soltaste:
—Perdóname Enrique, no sabía que tenía que pedir permiso para cumplir con mi deber.
Miguel de la Madrid golpeó la mesa y gritó:
—¡Chingada madre, llevo treinta años esperando escuchar eso!
Ahorraste 300 millones de pesos aplicando el método Ruanova: sentido común, terquedad y cero tolerancia a la estupidez. Y cuando eliminaste las ostentosas “charolas” metálicas de los funcionarios, me dijiste:
—La autoridad no se presume en el pecho. Se demuestra en el servicio.

El urbanista de la Dignidad
—”Rápido”, ¿sabes qué es más difícil que construir una ciudad?
—¿Qué?
—Construirla sin robar.
Fundaste PRODUTSA, urbanizaste con honradez la Zona Río Tijuana, denunciaste el robo de la Manzana 70 por parte de ICA y lograste que se pagara. Iniciaste parques, vialidades, fraccionamientos. Pero tu obra más simbólica fue el CECUT. No lo diseñaste ni lo construiste, pero lo soñaste, lo gestionaste, lo defendiste.
Rescataste el proyecto de Pedro Ramírez Vázquez, rechazado en Chapultepec, y lo propusiste para Tijuana. Usaste como conducto a la esposa del gobernador Roberto de la Madrid, quien te presentó a la esposa del presidente López Portillo. El resultado: una obra monumental que hoy es símbolo cultural de la frontera.
Cuando el arquitecto te preguntó de dónde saldría el dinero, le respondiste con tu habitual desparpajo:
—Lo suficiente.
Porque en tu mundo, los recursos se gestionan, no se lloran.
Don Pedro te regañó por haberlo exhibido ante el Presidente como instigador de la Primera Dama. Y tú, sin perder la sonrisa, le dijiste:
—No lo hice por usted. Lo hice por Tijuana.

El sembrador de causas
—¿Te acuerdas cuando nos conocimos en el Vips de la Zona Río?
—Claro, llegué con una mochila llena de papeles y una propuesta que parecía imposible.
Me propusiste crear un bosque de 420 hectáreas. Te respondí:
—¿Y por qué no uno del doble?
—No cabe duda que estás más loco que yo —me dijiste riéndote.
Juntamos 90 mil firmas. Presentamos acuerdos. No avanzamos. Pero nació una hermandad. Desde entonces, nuestras reuniones fueron filosóficas, familiares, nocturnas. Me bautizaste como “el “Rápido””. Llegabas sin aviso a invitarme tacos y soltarme el rollo del día.
Una noche, mientras hablábamos del bosque, me dijiste:
—”Rápido”, los árboles no votan, pero dan sombra. Y eso ya es más de lo que hacen muchos diputados.
Tus hijos —Felipe, Daniel, Juanelo y Casandra— eran tu adoración. Tus nietos, tu ternura. En tono de broma, yo proponía turnarnos para escuchar tus peroratas. Todos reían. Porque todos sabían cómo eras: apasionado, incansable, amoroso.
El militante sin partido
—¿Y si fundamos un partido, Felipe? Te preguntó Alejandro Vizcarra
—¿Para qué? Si lo que necesitamos es fundar conciencia.
Luchamos juntos contra el fraude electoral de 2006. Recorrimos Baja California. Fuimos al Zócalo, a Chiapas, a Buenos Aires, a Uruguay. Visitamos la tumba de Evita y la casa de Zitarrosa. Porque tú no solo luchabas: también cantabas, también soñabas.
No tragabas a Jorge Hank, a Ernesto Ruffo, ni a Jaime Bonilla, a quien bautizaste como “el Gringo”. Ya en el Gobierno, el Peje te decepcionó profundamente, sobre todo por su complicidad con Bonilla.
—No hay peor traición que la que viene de quien prometió justicia —me dijiste una tarde, con los ojos encendidos.
Discutir contigo no era fácil. Pero siempre había una fórmula para superar diferencias. Porque más allá de las ideas, estaba la lealtad.
Fuiste candidato del PT, PVEM, PRD, PRI, Movimiento Ciudadano e independiente. Nunca ganaste. Porque nunca te dejaste domesticar.
—Nunca pedir permiso para cumplir con mi deber.
Esa fue tu ideología. Y en la política mexicana, eso es casi terrorismo.

El cronista de la conciencia
Como columnista, fuiste libre, ateo, apartidista y gratuito. Escribiste libros que incomodaron a todos los partidos. Vendiste miles de ejemplares, pero nunca vendiste tu conciencia.
En lo comunitario, fundaste juntas vecinales, forestaste parques, defendiste reservas ecológicas, promoviste ciudades olímpicas. Todo sin cobrar, sin pedir aplausos, sin buscar estatuas.
Una vez, al ver que un parque recién inaugurado ya estaba abandonado, me dijiste:
—La política inaugura. La ciudadanía cuida. Pero el cinismo ni riega.
Tu mayor orgullo: haber formado una familia honesta. El resto, decías, se lo debías a la vida.
Felipe, el que no pidió permiso ni para quedarse
Un día caminábamos por la avenida Revolución. En medio de nuestras pláticas intensas, te vi debatiendo tus razones por las causas que defendías. Te miré a la cara y te dije:
—Prohibido morirse viejo.
—Déjate de pendejadas —me contestaste.
No me imaginaba la vida sin ti. Teníamos más de 20 años de acompañarnos, discutiendo, dialogando, acompañándonos.
Empezamos como conocidos, nos hicimos amigos, y la vida ya nos había hermanado.
Días antes de que partieras, estando enfermo, me mandaste pedir prestado el sillón masajeador que tenía en mi casa. Cada vez que llegabas, te acostabas en él para darte masaje en la espalda. A veces te quedabas dormido y hasta roncabas. Con todo mi cariño te lo mandé. Eso fue tres o cuatro días antes de que fallecieras.
Cuando partiste, les mandé decir a tus hijos que ese sillón se quedara con ellos. Porque estoy seguro de que volverás cada vez que puedas a ese lugar que tanto disfrutabas cuando llegabas a mi casa.
Felipe Ruanova murió en abril de 2020. Pero no se fue. Quedó sembrado en cada calle que ayudó a construir, en cada ley que ayudó a reformar, en cada frase que nos enseñó a no pedir permiso.
No fuiste político, ni funcionario, ni escritor. Fuiste arquitecto de la memoria. Cronista de la dignidad. Rebelde con causa. Y sin permiso.
El hombre que se volvió territorio.
Estás en cada hectárea que quisiste salvar.
